Estrategia, 1 de diciembre de 1995
En una importante ceremonia, efectuada hace algunos meses en la Escuela Militar, el vicecomandante en jefe del Ejército, mayor general Guillermo Garín, expresaba los siguientes conceptos: “El honor es la virtud militar por excelencia y está por encima de la propia vida, de la hacienda, de todo cuanto poseemos”.
Lo anterior, unido al valor, esto es, la capacidad de sacrificio sin límite, en que se llega hasta dar la propia vida, constituyen una unión perfecta e indisoluble, que dan forma a la personalidad del militar chileno, disciplinada y rigurosa.
Por otro lado, en esta sociedad moderna, basada en el libre mercado, se reconoce como legítima la aspiración a los beneficios de orden material por parte de empresarios y consumidores. Pareciera, entonces, que aquellas virtudes del valor y honor, anteriores al beneficio patrimonial, significan mundos culturales distintos y diversos entre civiles y militares.
Sin embargo, no es así o, mejor dicho, no debiera ser así.
La Constitución Política del año 1980, en el capítulo de las garantías constitucionales, consagra el principio fundamental de la libertad de empresa, al garantizar en el artículo 19 Nº21, “el derecho a desarrollar cualquier actividad económica”.
Pero, enseguida, la misma Constitución contempla ciertos requisitos o condiciones para el ejercicio de esa libertad. En efecto, la Carta Fundamental agrega que la actividad económica no puede ser “contraria a la moral, al orden público o a la seguridad nacional” y concluye señalando que se deben respetar “las normas legales que la regulen”.
Hay aquí una muy feliz descripción del entorno en que se construyen las bases de nuestro ordenamiento jurídico y económico. Se reconoce, en primer lugar, la libertad esencial de los seres humanos. Pero se agrega, inmediatamente, que la moral y el orden público son anteriores y priman sobre los beneficios económicos que se obtengan como resultado de una actividad empresarial.
Esto vale para toda clase de empresas, tanto las del sector privado como las estatales.
En otra perspectiva, puede suceder que las previsiones del empresario no se concreten, y que en un comienzo lleno de esperanza se transforme en la tristeza de un fracaso. En ese momento, el valor para reconocer las pérdidas y pagar los compromisos contraídos por el empresario, constituye una obligación no solamente legal, sino que moral, anterior a su propia hacienda.
Así, los ejemplos podrían seguir, y el análisis profundizarse.
Como una conclusión inicial puede señalarse que, en nuestro orden jurídico y económico, también es exigible una conducta en que el honor y el valor primen sobre la hacienda.




